Entre valijas, miedos y sueños


 Un día metí 22 años en una valija de 23 kilos. La llené de sueños, amor… y un poco de miedo. ¿Cómo se embalan los abrazos, las risas, los rincones conocidos, la familia, los amigos, los "te veo mañana"? No lo sabía. Solo sabía que necesitaba partir.



Emigrar no es solo irse. Es aprender a decir adiós sin que se te rompa la voz. Es mirar por la ventana del avión con lágrimas que no sabés bien si son de tristeza o de esperanza. Es llegar a un país donde todo es nuevo: los olores, las calles, las formas de hablar, hasta el silencio suena distinto.


Las comidas no saben a hogar, aunque estén ricas. Las amistades son diferentes, pero igual de valiosas. Las conexiones se vuelven intensas, profundas, porque sabés que en este camino cada vínculo cuenta más. Y en esa intensidad se vive de verdad, sin filtros.


Ves otras realidades. Algunas te duelen, otras te enseñan. Valorás cosas que antes dabas por sentadas: un saludo en la vereda, el sabor de la fruta en verano, el calor de una sobremesa larga. Aprendés a ser resiliente, a construir desde cero, a sostenerte sola. Y, de repente, un mate puede salvarte el día. O cruzarte con un compatriota puede hacer que el mundo se vuelva un poco más pequeño, más amable.


Y descubrís algo hermoso en el camino: hay lugares que, sin ser tu casa, te hacen sentir en casa. Que te abrazan con su ritmo, con sus colores, con su gente. Lugares que no conocían tu historia, pero que te ayudan a escribir una nueva.


La valija con la que llegué ya no es la misma. Se llenó de historias nuevas, de versiones mías que no conocía. Porque eso es emigrar: reinventarte. Volver a empezar sin dejar de ser vos, con el corazón dividido pero latiendo fuerte.


Hoy entiendo que no escapé de nada. Me fui a buscarme. Y aunque duela, aunque se extrañe, aunque el camino sea cuesta arriba, me abrazo por haberme animado.


Porque emigrar no solo es cambiar de lugar. Es cambiar para siempre.

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